Las
circunstancias de tu nacimiento, como las de tantos otros portadores de la
palabra viva, se produjeron en condiciones insólitas, quizá tanto como las de
tu vida misma, y de alguna forma el destino quiso que nacieras en Suiza, país
que está tan lejos de tu idioma y de tus palabras. Suiza dejó muy pronto de tener nada que ver conmigo.
Es un país que recuerdo acaso falazmente entre la bruma del sueño y la memoria
de una infancia incierta. Es más ahora un país que mi imaginación quisiera lago
de musgo y mujeres en tela antigua color tierra; diviso sus paisajes
obligadamente y sé que son antes fruto de mi voluntad que imagen concreta.
Aunque creo extrañar su viento helado y sus vías encalladas; los sonidos y el
aroma a plantas; todo eso que para una niña tiene un valor inexplicable e
indeleble. Pero sobre todo extraño la nieve y el silencio con que caía. En
cuanto a las condiciones insólitas de las que hablas, puede que tengas razón,
ya que hasta mi fecha de nacimiento está sujeta a debate. De cualquier forma,
jamás fue importante para mí observar mi tiempo físico en la vida. Siempre me
sentí envuelta en una confusión de marisma que impregnaba todas mis acciones y
todas mis palabras, y en ese ámbito, la forma humana de medir la vida tenía muy
poco que ver conmigo.
Alfonsina, creo que no es fortuito que hayas sido
argentina. Una voz como la tuya tenía que ser en español. Bueno, pero eso yo cómo puedo saberlo. El español, por
supuesto, fue más que un idioma para mí: se convirtió dese muy pronto en un
refugio para mi mente y sensibilidad. Y no deja de ser curioso que, de haberme
quedado en Suiza, las posibilidades de adoptar un lenguaje eran cuando menos
cuatro y el asunto se volvía más un tema de elección que de cultura natural.
Estuve cerca, por ejemplo, de que mis palabras fuesen alemán o francés. Más cerca
todavía de que fueran italiano, idioma del que todavía conservo alguna cosa.
Por supuesto el español tiene una música extraña, que para mí se parece ante
todo a la de un arroyito calmo y cristalino. En italiano lo que sentía eran
gotas de lluvia gorda, quizá demasiado rápidas y pesadas como para querer
conservarlas. Y claro que es un idioma que mantiene su belleza particular, pero
en el español cada palabra es una perla redondita que sobrevive sin ligazones
extrañas ni sinalefas.
Háblame de tu nombre, Alfonsina, que para mí se yergue
como si fuese el nombre de una flor melancólica. No es poco acertada tu imagen. Mi padre era un hombre
triste y lejano. A mi madre le oscurecía la mirada un velo amargo y la voz la
costumbre seca. Los dos fueron siempre tristes y raros, mi padre más que mi
madre. Y no sé, mi nombre fue como la prolongación del mundo de la infancia, la
declaración de una sombra histórica. Y fue como para cualquiera, debo suponer,
el hecho de que a partir de cierto punto mi nombre dejó de ser apelativo para
convertirse en definición. He sido Alfonsina por tantos años que ya no sé lo
que eso significa. Mi hermano menor se llamó Hildo, y a veces creo que en todo
esto hay como una certeza oscura que a veces mi hermano y yo llegamos a sentir
en forma de frío, pero que hemos negado toda la vida.
Siento que por mucho tiempo te ha gustado fingir. Dime
que es verdad. No puedo. Lo
único que puedo admitir es que por mucho tiempo he fingido que no finjo. Aunque
acepto que la mentira es una condena humana que viene a ajustarse con suavidad
y es fácil de aceptar, aparte de todo. He fingido ser mayor de lo que soy,
intentado ser una hija limpia y distinta. Fingí leer cuando niña, moviendo
apenas los labios, deslizando mis ojos sobre una hoja llena de letras oscuras,
pronunciando palabras que no entendía y que por supuesto ni siquiera llegaban a
formarse en mi boca. Fingí el conocimiento y la docilidad. Fingí la mentira. Yo
no sé si fingir es un indicio de algo que se pronuncia equivocado y horrible,
pero desde siempre me ha subido desde el suelo la necesidad de fingir un poco,
y por la pregunta, supongo que entiendes lo que digo y que tú también finges.
Alfonsina, a veces siento como si estuvieras muerta. Y después, claro, me sigues leyendo. (Ríe un poco).
Háblame de tu infancia. Cuando fui niña mentí muchísimo. Inventé incendios y
catástrofes. Serví miles de cafés y aprendí el italiano. Escribí con palabras
temerosas y anquilosadas. Estuve siempre muerta. La corrección se me enredaba
seguido a los tobillos como una hiedra negra. Mucho de lo que pensé no llegó a
formar nada claro, y fue tal vez eso lo más angustioso. Mi delantal y mis
corpiños estaban llenos de papelitos con líneas emborronadas y secretas,
preocupaciones sombrías. Mi primer poema, a los doce años, hablaba ya sobre mi
muerte y mi entierro, y todas esas palabras estaban de alguna forma muertas
también, porque salían con miedo y estaban prohibidas.
Alguien que usa un pseudónimo como Tao Lao debe tener
una noción distinta sobre el lenguaje. No.
En todo caso creo que lo que tengo es una no-noción. Tú sabes que cuando se
empieza a tener noción de las cosas empieza a ser todo un poco aburrido, porque
la noción es antinatural y un poco ridícula. Es por ejemplo lo que me habría
sucedido de haber tenido noción de mi vida. Quizá habría servido cafés para
siempre, o habría sido una excelente costurera. Pero yo estaba algo triste y
tenía ganas de hacer cosas que fueran particularmente no necesarias. Lo
necesario lo es para la vida en el mundo, pero en la casa de mi cuerpo no cabía
otra certeza que la de una realidad en terrones, que antes que reconformar
podía pisotear y pulverizar. El lenguaje es lo único que ha configurado líneas
sólidas para mi espíritu, y ha sido el sustento verdadero de mi existencia. No
es importante esto que mencionas del pseudónimo Tao Lao, aunque responda,
quizá, a esto que sugieres, y que tiene que ver con el sonido y la música de la
palabra en ella misma antes que en el sentido.
Alfonsina, siento la necesidad de reiterar mi sensación
de que estás muerta. Te diré algo que tú
sabes mucho mejor que yo: qué diera por estar verdaderamente muerta. La muerte
sería el verdadero descanso, el único descanso posible, la verdadera libertad,
el ocaso paulatino y deseable. No hay muerte para nadie; lo que hay es
sufrimiento; lo que hay es la obligación de permanecer para siempre en el
tiempo. Morir sería poder desvanecer todos los nudos que me atan al mundo, y
creo que pocos han logrado esa proeza. Ciertamente no yo. La muerte y el
sufrimiento están mezclados en la mente humana, pero no debería ser así. Para
mí la muerte no está asociada al dolor, sino al poder irme. Quise morir una vez
y no funcionó. Sigo tan aquí como siempre.
Alfonsina, quisiera un último poema. La arena estaba azul en la playa y se me enredaba al
vestido. Aquella noche creí escuchar unas palabras nuevas en la marea y quise
tenerlas conmigo. Era el agua, como siempre, la que pronunciaba insistente algo
que me llegaba confundido entre los peces y que sabía muy fuerte a algo
antiguo, como a un deseo inocente que de pronto reconocía haber tenido. No
puedo saberlo, un deseo de niña, tal vez. Y supe que de pronto, todo en aquel
momento era como un verso inconcluso, como una ventana rota por la que mi habitación
comenzaba a inundarse. Fue como si de pronto las palabras estuvieran finalmente
ahí, debajo de las nubes y las olas, perfectamente discernibles y presentes. La
luna se hundía en el agua y sentí que las formas chorreaban de hiel y de piedra
despedazada. Vacié la realidad de aquel único instante de todo sentido y quise
que no hubiera ningún pensamiento en mí. El agua me cubrió en un abrazo tierno
y helado, y yo seguí caminando hacia donde se escuchaban las palabras.