Beta Colide maneja
una idea de la música parecida a la que yo he buscado en algún punto:
integración. Lo habría enunciado de modo distinto, probablemente menos claro.
Pero la cuestión es esa: debería poderse hablar de vanguardia en el mismo plano
en que se hablaría de cualquier valor clásico, porque lo que es valioso en la
música debe serlo en todo su espectro. Y hablando en esos términos, toda
categoría debería desaparecer. Para siempre.
Recuerdo que en algún documental sobre historia del jazz se planteaba
desde el principio una idea notable: el jazz como el espacio del intérprete. En
la música académica podríamos hablar del espacio del compositor. Es decir, el
terreno donde importa más el dato de quién lo compuso que el dato de quién lo
toca. Antes sabemos si es una pieza de Bach o Couperin que si lo interpreta la
filarmónica de Berlín o lo conduce James Levine. [Claro que me estoy yendo al
extremo, porque estamos a quienes nos importan esa clase de sutilezas.
Sutilezas que afortunadamente nos permiten preferir al Mahler de Bernstein
sobre el de von Karajan, o preferir las variaciones Goldberg con Kurt Rodarmer
a la guitarra que con Glenn Gould al piano. Las sutilezas, de todos modos, son
para quienes difícilmente nos asoma ya una mano en estas arenas movedizas que
resultaron de la huida de las palabras y las cosas].
Pero insisto, prevalece el compositor sobre el interprete.
En este sentido el jazz, como con muchos otros detalles, funciona al
revés: hay una serie de temas recurrentes, generalmente agrupados bajo el
genérico de jazz standards ―apelativo que implica que casi nadie sabe quién compuso el tema, una
suerte de de todos y de nadie―. Lo que se sabe es quién los toca y
cuál es nuestra versión favorita. Nos topamos así con Summertime, originalmente de George Gershwin, pero la recordamos antes en la voz
de Billie Holiday, en el sax de Coltrane, la encontramos con Charlie Parker o
Bessie Smith, con Coleman Hawkins y Chet Baker. Cada uno salió al escenario a
afirmarse como individuo, un individualismo que muy poco tiene que ver con la
egolatría y sí con la búsqueda continua de posibilidades nuevas, de distensión
de los límites. No se trata de proclamar el valor del acto personal, sino de
contribuir a quebrar en más colores esa luz primaria. Quizá por esto el mundo
del jazz sea tan vasto: no podemos abarcar a todas las personas que se fueron
apropiando de la música, a todos los que lo enriquecieron y le dieron vida. El
jazz muestra una ramificación mucho más intrincada y laberíntica que la de
cualquier otra forma musical.
Para un cervantino vino David Fiuczynski, un guitarrista que tiende a lo
microtonal. Su guitarra no tiene divisiones reales ni trastes, sólo un diapasón
liso como de violín, la división tonal simplemente insinuada por líneas
dibujadas. Decía cuando lo entrevistaban una cosa que a estas alturas me parece
mucho más evidente, pero igual la escuché de él primero: música tonal, atonal,
microtonal… y al final todo encalla en dos categorías: la buena y la mala.
Esta afirmación es tal vez demasiado simplista como para considerarla un
argumento, pero define a la perfección lo que nos sucede a todos; ¿qué música
nos gusta? Principalmente la que nos gusta. La que no nos gusta es la otra. Buscamos música que nos haga resonar, música que genere la sensación
adecuada. Y en base a este juicio primordial podemos descartar otras cosas y
categorizarlas como música de fondo o música para bailar.
McWhorter es consciente de eso, y en ese ámbito es capaz de traer música
de la más alta tradición académica, digamos Ligeti (coincide por esta ocasión),
así como de trabajar junto a artistas del estilo de John Cale o Radiohead. Todo
es música, al final. Lo importante es seducir al oído, probar que la música
como lenguaje es antes emotiva que racional, y que entre la oreja y el cerebro
nada media al sonido inteligiblemente. No hay fonemas exclusivos, no hay
fronteras geográficas. Es solo un espacio humano. Universal, se ha dicho hasta
el cansancio, y vaya a saber cuántos de verdad creen en esta universalidad.
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