Un
día tomamos Poli y yo la en aquel entonces todavía
existente ruta 10 Hilamas. Íbamos al centro con cierto apremio, así que parecía
buena opción. Entré yo primero y deslicé automáticamente mi pagobús ante el
detector. Poli hizo lo mismo detrás de mí, el detector le respondió con el
zumbido inquietante que indica que saldo 0.37¢, el mismo sonido que
transforma toda esperanza de nieve de limón en recaída y depresión, amargura,
desolación extremada, nostalgia por la casa paterna, río de lágrimas. Poli
murmuró entre dientes algo como enseguida le pago y nos fuimos
a los asientos del fondo. Comenzó a llover, el día estaba nuboso y el camión se
fue quedando como en cierto amago de tintura resbalosa.
Seguro que Poli estaba triste de que en lugar de 3 y
fracción pesos pagaría 8, y que difícilmente regresaría a su tierra pronto con
tantos imprevistos. De cualquier forma procuramos serenarnos y no pensar mucho
en lo avasallador de la situación.
Puedo decir que hay momentos en que lo cotidiano me
parece fisurado y como volcándose de un solo golpe sobre la conciencia en una
miríada de detalles en los que hasta entonces no habíamos reparado, pero que
obligan a su contemplación por lo irreductible del momento. Y los detalles eran
estos: camión prácticamente vacío, el chofer, una pareja, un hombre enorme,
Poli y yo. La lluvia arreciaba. En la siguiente parada subió un payaso.
Quién sabe cómo podrá explicarse en qué orden lógico
cabía todo aquello. El payaso no daba risa, era simplemente triste y sombrío.
Entiéndase la situación: uno suele empeñarse en parecer indiferente ante todo
indigente ―aunque nos quede siempre un cierto halo perturbado que nos alcanza a
delatar por la mirada―. En un camión vacío no hay risas, sólo un silencio hueco
que parece que encubre su incorrección con la punzada incómoda en los modales.
Es cuando uno siente que debe por lo menos soltar un suspiro agitado que suene
a tos o a un esbozo incipiente de carcajada aceptable.
A todo esto, el hombre voluminoso en el asiento frente
a nosotros soltaba unas risotadas estridentes y aisladas. Diríase que el resto
íbamos dormidos o en trance. Poli aún no pagaba, el chofer le dedicó una mirada
viciada por el fantástico juego de espejos que hay en el tablero y le dijo con
el tono inapelable de quien se sabe en un ámbito de razón pura y eterna: tu
tarjeta no pasó, ¿eh? Por supuesto que no pasó, Poli estaba al tanto
de ello. Pero este es un tema distinto, y diré únicamente que alguien tendrá
que estudiar detenidamente a los choferes para hermanarse en su nivel de
meditación, en su comprensión trascendental y metafísica de la navegación
terrestre.
La pareja se besaba en un despliegue monumental de
lascivia, descarada y sin par. Diríase ruidosa. El hombre de semblante
taciturno delante de nosotros seguía soltando sus risotadas estridentes,
girando la cabeza al techo. Creo que habría sido casi reconfortante si el
camión fuera lleno y si el más esencial sentido de cordura no me dijera que
nadie puede reírse a ese volumen sin alguien que haga segunda. O quizá sí se
podía, precisamente ese día y en aquel camión. Habrá que convenir que estábamos viviendo verdaderamente
en una película de Lynch, y que poco me habría sorprendido en ese momento
recibir una llamada de algún teléfono rojo cuyo cable entrara inconexamente por
alguna de las ventanitas, y donde mi interlocutor me hablaría en reversa.
Poli fue hasta donde el chofer, adivino que cabizbajo
porque no cabe imaginarlo de otra forma, y el payaso lo recibió con algo que
recordaríamos para siempre y que me hiere ahora que lo recuerdo y lo escribo: aquí
el payaso soy yo. Una última carcajada, el paroxismo fulgurante de la
lluvia. La pareja besándose vehemente.
Bien Tideland,
ResponderBorrar¿Coincidencia será? O ese apocalipsis virtual baudrillariano se materializa cada vez más cerca y tangible y ya no es tanto virtual sino que comienza a habitarnos, a devorarnos y sobrepasarnos...
Hará un par de días que conducía hacia mi casa para comer, todo acontecía sin nada extraordinario que anunciara manifestarse a corto plazo. Calor, tráfico, un noticiario, hablaba sobre un libro que no entiendo el porqué de su repentina moda con Horacio, quien ahora lo lee y me estaba convenciendo de hacerlo también con todo y sus 1500 páginas cuando de un jetta azul, un tanto metálico el acabado de la pintura, con música banda vomitada por cada una de las cuatro ventanas, un pequeño brazo cortaba el aire seco y cálido.
Metralleta en mano, un chiquillo era el dueño del simulacro de arma. Decidí acelerar para ver la postal en detalle. El jetta se adelantaba, uno, dos autos se interponían en mi camino, no me rendiría, había tomado ya una decisión: debía saberlo todo.
Lo creí perdido, la luz verde regresó al cruce y pensé que nunca más sabría del pequeño pistolero. Pero por suerte el jetta tomó el carril para dar vuelta con flecha y fue finalmente ahí donde todo se detuvo. Un instante, no más, bastó para fijar su imagen en mi corteza visual, qué impacto... un niño con toda la actitud cliché de negro en tiroteo: el pecho afuera, la barbilla levantada, playera sin mangas y el juguete levantándose de a poco, apuntando su cañón plástico a una chica en otro auto, a la sien y entorna un ojo y ve por la mirilla y... Esa clase de cosas que uno ve, como mariachis en motocicletas o sillas de ruedas con equipo de sonido. Breton, te faltó ver esto para que lo pusieras en un libro.