Mi
relación con el periodismo es poco menos que intriga policiaca. Nunca pensé en
el periodismo cuando vine a dar a comunicación. Cuando entré a esta carrera
pensaba en cosas como semiótica, fotografía… disciplinas, digamos serias, que
aparecían con un matiz importante y glorioso. Como seguramente tenía que pasar,
cursé ya esas materias y debo decir que cayeron de mi estima hacia sitios
bajísimos, si bien no en sus contenidos, sí en su tratamiento académico,
asquerosamente plano y escolástico.
El periodismo no me gustaba nada. Después tuve la
clase, e incluso cuando resultaba claro que seguía sin gustarme, tuve que
aceptar que era una de las mejores clases que había llevado durante la carrera.
En prácticas particulares del periodismo descubrí un
gusto sinuoso que muy poco tenía que ver con mis aficiones naturales, aunque sí
más con una forma de proceder: aprendí a insertar en mi modo de actuar la
precisión, la diligencia, la rapidez, la eficacia. Y todas ellas son virtudes
que, aunque aparentemente exclusivas y arquetípicas del periodista, son
valiosas para la vida en cualquier ámbito. Y eso me parece honroso e
invaluable.
El conflicto está en que yo sigo observando muy poco
interés hacia el ejercicio del periodismo y hacia sus resultados físicos en
impreso. Jamás he sido una persona que se destaque por estar bien informada. Mi
cultura corresponde a una zona que temporalmente podría bien terminarse en los
noventas. Soy de los que les va mejor en Maratón cuando el
juego es viejito y las preguntas tienen que ver con los 60 o anterior. Soy un
magnífico exponente cuando de ignorar temas de historia nacional se trata. Sé
lo básico y es un milagro que lo sepa. Porque no me interesa, no hay una causa
más rebuscada que esa. Se nos ha repetido hasta el cansancio que como comunicólogos “todo
nos debe interesar”. El conflicto está, primero, en que eso es mentira: el
interés aparece por genética y por cultura, no por burdos procesos
intelectivos. Y segundo, los comunicólogos no existen. Yo no estudio
comunicología, estudio ciencias de la comunicación. Y no me he topado con nadie
que sepa defender esta carrera de forma satisfactoria. Nadie.
Mismo Martín Barbero decía que la comunicación
[académica] debe, primero, aclarar sus competencias. Yo ya lo ando citando a él
sin saber verdaderamente quién es y sin ningún interés legítimo por su obra.
Pero en este punto coincido con lo que dice, y añado que para mí la
comunicación académica es el punto de intersección más engañoso para oficios
que empiezan a desenvolverse ya en otras formas: periodista, publicista,
investigador. Lo que sea.
Según el perfil, entonces, me tendría que interesar
todo. Está claro que no cubro ese perfil. Pero después sucede que varias
personas me dicen que les gusta cómo hablo sobre lo poco que me gustan las
cosas. Maestros, incluso. Y es una cosa sorprendente, porque cuando me piden
realizar una crónica, hago una crónica sobre lo mucho que detesto hacerla,
reportajes oscuros y contradictorios, exploro amargamente los géneros
periodísticos y me hacen ver que, pese a todo, estoy opinando, y me sumo en esa
medida a un cierto quehacer periodístico.
Yo no me la he querido creer. Valoro mucho a quienes
antes que cercenar mi voz y mi opinión, me estimularon y me alentaron a decir
las cosas como ya las estaba diciendo. De todos modos, yo sé que la cuestión
hacia la que me inclino sin realmente quererlo, es a la literatura. Y aquí hago
una anotación necesaria: esto no quiere decir que seré escritor ni que sienta
que hablo bien sobre nada. Mi cuestión con la literatura yo la explico desde la
música: tengo una disposición fisiológica hacia la música (entiéndase
interpretación de instrumentos) y lo que quizá por definición yo debiera ser es
músico. Pero tengo una incapacidad notable para la grafía musical a la hora de
cualquier esbozo de composición.
Mi conclusión es que todo lo que no he podido expresar
musicalmente, lo he puesto en escrito o lo he puesto en imagen (el cine, otra
de mis grandes pasiones). Y cuando toco estos dos lenguajes, no estoy realmente
pretendiendo escribir o hacer cine. Estoy queriendo desquitar mis ideas
musicales. Gran parte de mi actividad creativa se rige por preceptos
—arbitrarios, si se quiere— de ritmo y eufonía. De ahí mi gusto por ciertas
literaturas quizá demasiado líricas, mi predilección por el cine de Tarkovski o
de Paradzhanov, el jazz, temas que procuraré no tocar más porque luego podría
parecer que es todo lo que me importa. (¿Y si así fuera...?)
El periodismo tiene una función social, de acuerdo.
Pero tanto como el arte, la ciencia y la fe lo tienen también. Tienen un valor
humano inmanente. El hombre no puede aceptar que su existencia sea en vano. No
puede aceptar morir sin dejar nada tras de sí, que el mundo se cierre y la vida
termine sin dejar ningún sello material. Todas estas son preocupaciones que si
demostráramos una tendencia ligeramente más metafísica nos vendría a importar
muy poco o casi nada, porque toda esta obsesión por la trascendencia y el sello
en la historia y el recuerdo, se desprenden del mismo miedo común a la muerte y
al olvido. Qué más da todo lo que uno deje tras de sí si no se estará ahí para
comprobar su efecto y si en general no importa mucho de todos modos, tampoco.
Con la muerte acaba también nuestro tiempo individual, por tanto el tiempo
total. En relación a la existencia del universo nuestra vida fue un suspiro y
nuestras acciones prácticamente insignificantes. Pero necesitamos ser humanos,
ceder a veces a la melancolía, a la simplicidad, a la estética, a la filosofía.
Porque sí, para no sentirnos tan solos y tan extraviados en el entramado de la
vida y la historia natural, para sabernos acompañados de gente que también
tiene miedo y le da significado a un mundo físico que es efímero y quebradizo.
El único peso social que yo le concedo al periodismo es el que le concedo a
todo acto esencialmente humano: que no me olviden.
Yo me muestro reticente como pocos al paso de los
libros del papel a la luz. El libro como objeto implica para mí un estado de
ánimo, una forma de actuar, de llevar a cabo el rito de leer un libro,
sentarse, tenerlo entre las manos, oler el papel, sentir la tinta vibrando en
su contraste contra el papel, no se diga poder subrayar, poner papelitos entre
las páginas. Pero en el caso de la información que no es más que eso y cuyo
valor no tiene gran vigencia sino para la gran didáctica historiográfica, qué
más nos da a los nostálgicos si es en una pantalla o no. Por el contrario, creo
que el periodismo es mucho más eficaz en digital. La información en la red se
comprueba en un matiz que casi vuelve realidad toda propuesta ideal de
periodismo imparcial y democrático: inmediato, mundial, ecológico. Por mí que
se acabe el periódico impreso, me da exactamente lo mismo.
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