Todavía no empiezo y ya me estoy
sintiendo triste de enunciar lo que sigue. Cortázar es el principal
responsable de muchas de las nociones que ahora considero naturales e
infaltables en mi vida. Él y sus libros están en el origen de una cantidad
enorme de reflexiones en las que me he visto absorto.
Parece
suficientemente claro que hablar bien de él es cosa fácil. Esto es así
para mí y para algunos otros que no están tan peleados con la existencia.
Debo decir ahora que, por lo que he visto navegando aquí y allá, a la
gente grande, a críticos y literatos serios, lo que más bien les
resulta fácil es hablar mal de él. O no mal, pero sí como con una cierta
displicencia de quien lo sabe superado y se siente en la obligación de ostentar
cierto estatus de madurez literaria inaguantable. Es decir, lo dan por
hecho.
Es algo que yo
he notado conforme me suceden los años. A Cortázar lo conocí felizmente
hacia el primer año de bachillerato, y supuso una exigencia estilística e
intelectual muy estimulante. Creo que difícilmente imagino a otro
escritor más entrañable en mi vida, al menos hasta el punto en que escribo
esto. Cortázar es la referencia obligada, el parámetro más
indiscutiblemente comentado por mí y por mis amistades. Y creo que está
muy bien, porque de leerlo a no haberlo leído nunca, no veo punto de comparación.
Acaso sospecho que hay algo extraño cuando observo que todo empieza a ser
demasiado Cortázar: la forma en que se plantean los proyectos, el deseo de
adaptar audiovisualmente algún cuentito suyo, la forma de aproximarse a ciertos
rumbos de la pintura o el jazz. Pero en un esquema educativo en que los
programas de literatura llegaban hasta la redundancia gastada de los autores
del Siglo de Oro, menos frecuente los del modernismo y poco menos los del
inicio del realismo mágico, un encuentro ―bellamente fortuito— con Cortázar, no
podía ser nunca despreciable.
Ahora, creo que
la reincidencia de una serie suficientemente amplia de temas de mi discurso
cotidiano a querer remitirse invariablemente en Cortázar puede ser un síntoma
de que, en efecto, debo buscar otras cosas, y que la ternura, el surrealismo y
lo fantástico de sus cuentos son un horizonte que pronto deviene demasiado
conocido. Pero cómo negar que la instigación a la duda, la primera
espinita metafísica, el lenguaje puesto en tela de juicio, todas esas cosas que
resultan tan inimaginables de perder, las tengo gracias a él. Las
conservo gracias a él.
Y después,
claro, la reafirmación sustantiva en Borges, Calvino, los primeros
acercamientos a la poesía francesa, la dificultad de ciertas líneas probablemente
más viscerales de lo que a un adolescente conviene, Rimbaud, Verlaine,
Mallarmé. Después más surrealismo, Buzzati, Queneau, Pizarnik.
Cuando vuelvo a Cortázar me siento cada vez más viejo, quizá porque cada vez es
más fácil leerlo. Quizá soy cada vez más un lector vigente. Quizá
pronto caducará mi jovialidad, mi precaria fe en ciertos aspectos de la
humanidad. El problema con Julio parece estar, para los hombres de
letras serios, en que es casi demasiado mainstream como para
tomarlo a consideración en los círculos de vanguardia internacional. A
ellos hay que hablares de Joyce y Nabokov para arriba, e incluso Joyce parece
un pecado de tan leído y ordinario que resulta ponerlo como referencia.
Diré, por
último, que siento que a todos en el mundo nos gusta demasiado Cortázar.
Pero que este mismo gusto pasional, desenfrenado, deriva paulatinamente en una
complicidad que ya no va tan bien con los años, que tiene más que ver con el
sentirse contento y sin complejos de quien todavía no ha adquirido las
preocupaciones propias de saber más de lo que se sabía ayer, algo imposible
para un señor sabio y amargo que haya leído ya la obra completa del más
recóndito y probable próximo Nobel. Cortázar está en casi todo blog de
lengua española, disimulado y encubierto en el miedo de pasar por un
principiante, por alguien que todavía se deja sorprender. Está en su
ausencia, en la referencia tácita y temerosa de que el mundo es cada vez más y
más viejo, a diferencia de él, que nació, vivió y murió joven.
Todo ese snobismo de mundillos literarios que privilegian lo nuevo, lo vigente o lo que sea, uno se lo salta por encima con olímpica ligereza, porque aprendió a leer con García Márquez y a fabular con Quiroga, Borges y Cortázar. No quiero olvidar tampoco la honda impresión que me causó Paradiso de L.Lima. Emotiva y muy interesante lanza a favor de J.Cortázar, cuyo sentido del humor y ternura iban de la mano con una ironía delicada siempre, como en Buzzati, fruto de una mirada franca a la condición humana.
ResponderBorrarSalud, Don Belianís