agosto 26, 2012

Sastrería contemporánea


A veces he visto, lo confieso con vergüenza, que el tamaño de los párrafos —lejos de la convención de lo que supone un párrafo en cuanto a unidad argumental, estilística o didáctica— implica una protección de sí mismo. Digo que con vergüenza porque me he valido de este recurso innoble y cobarde: el punto clave del contenido resguardado por la extensión gráfica de los enunciados. Si a continuación yo pusiera una frase escandalosa como fin de este párrafo todos la notarían, lo mismo al principio. Mejor hilvanar una idea más, mejor que lo agridulce se camufle al ecuador del bloque. Todavía estoy haciendo tiempo, apenas llegando al límite de seguridad. Listo.
Y no es que la idea no deba notarse [impensable], esta práctica debe ser una cosa pasajera de timidez y juventud, se entiende que hay prácticas como el aforismo donde esto sería inconcebible. Pero sí que he llegado a pegar un párrafo con el que le sigue para cifrar su centro en un continente más amplio. Y no fijándome hasta parecería que así lo había querido. Es de este modo que los gritos obscenos, los intentos de polémica, el núcleo de la subversión… todo eso queda a medio camino entre el sangrado y el punto seguido.
Esta reflexión surge de ver cómo en distintos ámbitos me he sentido rodeado por muchos de esos lectores que parece que van jugando al avioncito de párrafo en párrafo, zurciendo heterodoxos lo que implica un texto y su lectura, despedazando todo lo que el escritor quiso  enhebrar, saltando de esta línea a la otra y de regreso, como si buscaran algún signo cabal y resumido entre las letras que justificara la molestia de tener que leer.
No vale hacer un esfuerzo por ellos, si han de pasar por la vida saltando, mejor que no se lleven nada de mí.

En este cuadro de mi amigo Alberto creo ver un equívoco
diagrama de flujo de lectura moderna

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