noviembre 08, 2012

Pour Toujours


Paul Delvaux


Todos los días había sido igual: amanecía, los mayores trabajaban, escuchaban música en la plaza, cantaban y bailaban un poco, hablaban del tiempo húmedo y nuboso, los más viejos cabeceaban, los jóvenes leían los libros que habían leído sus padres, los niños iban a la escuela por la mañana y luego jugaban escondidas o hacían edificios de arena en la costa. Los caballos corrían por el empedrado sin dueño y el cielo se cerraba pronto. Después las luciérnagas salían y la hierba quedaba rechinando de cosas y animales chiquitos la noche.
Natalia veía de su ventana que llovía demasiado y hacía un frío lleno de relámpagos. Sabía que el día que estaba por empezar sería igual al que recién terminaba. Y el día siguiente después de terminado sería también igual al anterior. Y el que siguiera al siguiente sería como los demás. Y así para siempre. Y Natalia no entendía por qué ningún niño se aburría como ella, o por qué nadie hacía nunca preguntas a los adultos sobre lo bien que se conocían entre todos y lo poco que había por platicar, o por qué nadie cuestionaba la situación en la que ningún adulto podía engañarla, que en las fotos viejas los niños eran justamente los adultos que quedaban en el pueblo, ni uno más.
¿Y no existe más gente? —suplicaba Natalia. Claro que no, hija. Pero qué cosas dices, cómo va a existir más gente. Nosotros somos todos. No hay más.
Al día siguiente saltaban la cuerda en el patio de la escuela y se mojaban sin muchas ganas en los charcos hondos y llegaban cubiertos de lodo a la casa. Se bañaban y comían pan dulce. Después a la plaza y lo mismo otra vez, unas historias que ya la habían cansado, hasta ella podía contarlas como suyas. Y luego el muy limitado intercambio de libros deshojados. Natalia los había numerado, circulaban por mucho decir unos treinta libros. Y los pasaban de mano en mano, todos buscando leer cosas nuevas. Pero ya los tenían memorizados. ¿Cómo no estar tristes? Tarde o temprano todo se repetía. Ya todo estaba leído, todo escuchado, todo aprendido.
Cansada de la plaza y las historias Natalia se fue ese día a caminar por el pasto, fuera del pueblo. Se le mojaron los calcetines y empezó a estornudar mucho. Llegó hasta el borde de las calles, donde la arena recibía esas olas que necesariamente venían de algún lado, pero cuyo origen se escondía en un velo algodonoso que empezaba como a un kilómetro mar adentro.
Al sol y a la luna se los tragaba ese mismo velo. No había horizonte conocido para ninguno de los habitantes, solo un borde confuso en el que todo desaparecía. Entonces empezó a oscurecer y los grillos sonaron bajo la lluvia suavecita. Natalia puso los ojos en el velo porque sintió que algo había brillado de pronto.
Se fijó bien y entonces notó unas luces redondas que parpadeaban en la superficie del velo. No eran luciérnagas, eran más como algo eléctrico. Y eran muy claras y Natalia se emocionó muchísimo. Corrió a su casa y platicó lo sucedido.  “Papá, acabo de ver unas luces” ―gritó agitada. “Qué bien hija, ¿dónde las viste?”  “Afuera…” “¿Afuera de dónde…?” “Pues…, afuera del mar.” El papá guardó un silencio tenso, después compuso el rostro y pudo decir “Hija, eso no existe. No hay nada afuera del mar”.
Se le fue la sangre a los pies. Ahora que por fin había algo nuevo en el lugar y su papá no le creía. En la escuela no contó nada a nadie y en general estuvo muy triste.  Varios días siguió escapando a la costa y se quedaba ahí hasta que el muro nebuloso se llenaba de luces. Natalia empezó a sospechar un cierto patrón en las secuencias. Sintió que había una intención en ellas, que significaban algo. Las luces estaban ahí, de eso no tenía duda. Y lo que era mejor, venían de afuera, del otro lado del velo. O sea que a lo mejor había más pueblos, quizá hasta más personas haciendo cosas diferentes y leyendo libros distintos.
Esa idea le quitó el sueño varias semanas. En una ocasión, después de la escuela, sintió que la seguían. Se volvió y supo que era Roberto, el habitante más viejo. Insistió en acompañarla y quedaron sentados de cara al mar. Cuando atardecía y las luces aparecieron, Natalia dijo emocionada “¿Tú también las ves?” Roberto asintió en silencio, pero después ya no dijo nada. “¿Y por qué nunca me hablaste de ellas?” ―insistió la niña― “¿que no sientes que habría que ir a donde están, o ver quién las manda?”
Largo tiempo quedó Roberto en silencio y sólo se escuchaban las olas. Después habló lento y grave. “No sabemos si piden ayuda o si advierten de algo terrible”. Entonces se incorporó y la dejó sola. Ese día Natalia durmió empapada en sudor y sintió que sus propios deseos le estrujaban el estómago. Salió entrada la noche en su bicicleta y en pijama pedaleó hasta la playa. No llevaba nada consigo más que una mochila y una linterna. Caminó por el borde rocoso que insinuaba una bahía y al llegar al extremo, casi tocando el espeso velo de niebla, sacó la linterna y se puso a hacer señales intermitentes hacia el otro lado, apuntando a la bruma con la luz. Estaba llena de esperanza.

4 comentarios:

  1. Creo que todos tenemos esa bruma... una historia bastante buena justo para antes de dormir.

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  2. A veces me aburro. Esta ciudad tiene el encanto de la monotonía y uno termina inventándose luces, lo malo es que en mi caso, nadie más las ve. Buen texto.

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  3. Hola Rodolfo, es una historía singularmente bella y hermosa, es el sueño de la esperanza, de la utopía y de la verdad. Estoy emocionado, me gusta mucho, quizá duerma más bien poco, estas luces dan que pensar.
    Un abrazo
    Manuel

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